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Me comenta Fito, autor del libro "Cien años de lucha" que, por causas ajenas a su voluntad, la segunda parte del citado libro se alarga más de lo deseado. Como antesala del mismo, nos ofrece un pequeño adelanto de uno de los capítulos y que se titula:

 

  "Encuentro con Amparo"

Llegan las navidades con pocas ganas de cánticos y aunque la economía de la familia mejora día a día, todos hubiesen preferido seguir con las deudas y tener a Pepe vivo. Empieza 1968 y Goria, el martes día 9, encarga una misa por el cabo de año de su marido.

El tercer domingo de enero, el día 21, le toca llevar la ropa comunal a los salesianos de Santander donde está Pedro Antonio. Allí está con el chico y tiene la ocasión de hablar con el padre Prefecto que le ha felicitado por tener un hijo tan brillante. Está contenta y cuando regresa a la estación de Renfe con la saca de ropa sucia, una conocida del pueblo le dice: Adiós Gregoria, recuerdos a la familia.

Justo en ese momento, entra por la puerta una señora que, mirándola fijamente, le pregunta:

- ¿No será usted por casualidad del valle de Polaciones?. Y ante su asentimiento, prosigue: - ¡Cuánto me alegro de verla!....al oír su nombre, que no es muy común, la he reconocido. No sé si se acordará de mí.

Goria se queda pensando. La cara le suena, pero no logra reconocerla:

- La verdad es que su cara me resulta conocida, pero no doy fe dónde la he podido conocer.

- Yo soy Amparo, aquella chiquilla de Serdio que usted ayudó a llegar a Santander cuando la guerra.

- Ya me acuerdo ¡pobrecita! ¿Qué ha sido de su vida?

- Si tiene un rato libre, la invito en la cafetería y se lo cuento.

Goria acepta, ya que tiene más de una hora de espera hasta la salida del tren. Amparo pide café con leche y sobaos para las dos y se sientan tranquilas en una mesa. Luego pasándose la mano por la negra melena, como recordando, le dice:

- ¿Se acuerda Goria? ¡Qué tiempos tan duros! Me habían rapado la cabeza al cero y me obligaban a tomar aceite de ricino. Todavía recuerdo cómo me pagó el billete para poder llegar a Santander en busca de refugio donde mi tía Elisa. Y tampoco he olvidado que en el viaje sacó la talega purriega y compartió la merienda conmigo. No le dije nada, pero me rugían las tripas del hambre. ¡Qué menos podía hacer con aquella chiquilla en esas tristes circunstancias!

Pronto, y sin darse cuenta, las dos han pasado a tutearse como dos viejas amigas que se reencuentran al cabo de unos años

- ¿Y cómo te fue en la capital.....?

- Al poco de llegar a Santander, mi tía Elisa me metió en un colegio de monjas que tenía una disciplina espartana. Nos levantaban al alba y nos obligaban a ir todos los días en ayunas a misa. Después, empezaban las clases de religión, urbanidad, algo de historia y de las labores propias de las mujeres, ensalzando a cada poco la guerra civil como una cruzada. Yo me guardé mis ideas para mis adentros y me juré a mí misma no traicionar nunca los ideales por los que murieron mis hermanos y tíos. A cualquiera no le cuento estas cosas, pero contigo es diferente.

- Y ¿estuviste mucho tiempo con ellas?

- Tres largos años, pero las monjas viendo que no tenía vocación, me dieron suelta y no se opusieron a que dejase el convento. Al poco de salir conocí a Paco, un pescador que cogía más merluzas en tierra firme que en la mar.

- ¡Qué me vas contar a mí!, responde Goria con ironía y complicidad. -Así que opté por dejarle y poco después conocí a Miguel.

- Y ¿pudiste hacerlo?

- El qué, ¿dejar a Paco? Ya sabes que los fuertes se aprovechan de los débiles, pero los astutos nos aprovechamos de los fuertes.

- ¿Y sigues con Miguel?

- Claro, Miguelín, como todos los hombres, algún defectillo tiene que tener, como se suele decir:              “El hombre que no fuma, ni bebe vino, el diablo se lo lleva por otro camino”.

- Mi marido es muy guapo, pero se pasa la vida quejándose como la mayoría de los hombres, aunque también a veces es tierno y cariñoso. Trabaja de ferroviario en la estación de Liérganes, donde vivimos con tres hijos en una pequeña casita. Es un viejo molino en desuso que nos han alquilado las señoronas del Palacio que está a la entrada del pueblo.

- Bueno, parece que has logrado reconstruir tu vida después de haber sufrido tanto.

- Sí, estoy contenta porque he logrado crear una familia. Ahora sólo espero vivir lo suficiente para ver que algún día en este desgraciado país haya justicia y libertad y se rehabilite a todos los muertos de la guerra.

- Mientras tanto, hay que vivir con lo que tenemos, contesta Goria.

- Sí, sí, pero en algún lugar tengo enterrados a mis hermanos y tíos en fosas comunes y me gustaría saber dónde están, aunque solo sea para llevarles un ramo de flores.

- Ten fe hija mía, rezaré a “la Santuca” para que lo consigas.

- Yo creo a mi manera y mucho me temo Goria que “la Santuca” en estos temas no sirva pa na. Se nos acaba el tiempo y yo no he parado de hablar. ¡Cuéntame tu algo!.

- Te acuerdas que yo estaba soltera y vivía en Polaciones. Pues cuando regresó mi amo de la guerra, volvimos todos a Potes. Más tarde me casé con Pepe, un mozo lebaniego que trabajaba de empleado en la Electra de Viesgo y estuvimos viviendo en Esanos de Bedoya. En el año 54 trasladaron a mi marido a Mataporquera y nos fuimos todos con él. He tenido ocho hijos unos trabajan y otros estudian. Hace poco más de un año, me quedé viuda.

- ¿Con ocho hijos? Cuánto lo siento.

- Los primeros meses fueron muy duros, pero gracias a ellos hemos podido salir adelante. Vengo de vez en cuando a Santander porque tengo al sexto, que estudia tercero de bachiller, en los salesianos. Le cambia la expresión al decir esto último.

- Qué casualidad como el mi Tinín. Por cierto ¿Supongo que habrás oído hablar de que en ese curso hay un alumno superdotado?

- ¡Vaya si le conozco! Es el mi Pedro Antonio, que desde que empezó no ha parado de sacar matrículas de honor.

- ¡Qué afortunada eres Goria, un hijo tuyo tenía que ser! A pesar de ser de la misma edad, tu chico le da clases al mío.

- Eso me han dicho los frailes, que hace de profesor enseñando a sus compañeros. Cada vez que me entregan las notas, es como si me pusieran alas en los pies y hago todos los trabajos con una alegría inmensa, pero no se lo parlo a las vecinas para que no me cojan envidia.

Se despiden dándose dos besos y cada una se va por su lado, feliz del encuentro. Amparo piensa que, si hay hijos de obreros tan brillantes, serán estos sin duda los que liderarán el día de mañana un cambio político en el país. Y Goria sale animada sabiendo que su hijo es conocido como estudiante ejemplar.

Fito Cuevas

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