Lo que pudo ser, y no fue......

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La infancia es uno de los periodos de la vida que deja una huella profunda en la memoria. No es que yo me acuerde de muchas cosas, pero siempre hay alguna historieta que queda en la retina y que con el paso de los años aún me revolotea en la cabeza.

Esta primavera, en uno de mis paseos por el valle de Bedoya, pasé por el pueblo de Salarzón en dirección a San Pedro. Bajaba por la carretera cuando divisé un estrecho sendero que se adentraba en el monte. Me pudo la curiosidad. ¿Dónde irá a parar?. Ni corto ni perezoso abandoné la carretera y me adentré por dicho sendero, que a los pocos metros se transformó en un camino. Fue entonces cuando me dí cuenta que era el antiguo camino de la “Reverencia”. Por ese itinerario tuvieron que pasar durante siglos los vecinos de Salarzón cada vez que querían salir o entrar al pueblo con sus carruajes. Seguí ese recorrido hasta que llegué a un punto que me tuve que detener. Un imborrable recuerdo me vino entonces a la memoria y mi pensamiento retrocedió más de medio siglo atrás.

“Tendría yo aproximadamente unos 13 ó 14 años. Eran los últimos días del mes de Junio de hace ya más de 50 años. Temporada de la hierba y por tanto, tiempos de muchos madrugones, de mucho calor y sobre todo, de mucho trabajo.

“Mañana vas a ir con Benigno a bajar la hierba que tiene en Sierra la Cal, un viaje por la mañana y otro por la tarde......”, me dijeron mis padres. “Sierra la Cal ” es una pradería que se encuentra bastante lejos de Pumareña. Con el carro de vacas se tarda más de dos horas en llegar hasta allí. Así que había que madrugar para que a las vacas no las molestaran los tábanos.

Benigno García Gaipo era un hombre ya de bastante edad que padecía una notable sordera y había que vocearle mucho para que se enterara de las cosas. Tenía dos únicas vacas, la Artillera y la Mora con las que se ayudaba para hacer las labores de la casa. La primera era tudanca y la Mora mixta, de color oscuro.

Eran las cuatro de la mañana cuando me despertaron mis padres. Mi madre me había dejado encima de la trébede unas galletas y una onza de chocolate. Ese fue mi desayuno. El butano aún no se conocía en Bedoya y la lumbre a esas horas no estaba encendida para calentar un poco de leche.

Uncimos las vacas y las enganchamos al carro, partiendo de Pumareña aún de noche. El camino que teníamos que recorrer tenía que pasar por los pueblos de San Pedro y Salarzón. Monté en el carro con la misión de azuzar a las vacas con la ijada para que siguieran el camino que les marcaba su amo.

Empezaba ya a amanecer cuando rebasamos las últimas casas de San Pedro y tomamos el camino de la “Reverencia” que nos conducía a Salarzón (la carretera tardaría aún unos cuantos años en construirse). Habíamos recorrido muy poco trecho, cuando la Artillera, que iba por la derecha, no vio el peligro, se arrimó a la orilla y ….., un estruendo hizo que Benigno se diera la media vuelta. Esta vez el ruido pudo con su sordera. Cuando volvió la vista, solo me pudo ver a mí encima del carro y a la Mora enganchada a la lanza. La Artillera había desaparecido. ¿Qué había ocurrido?. La vaca había pisado en el vacío que hacía la pared, desplomándose más de dos metros a una huerta de Eduardo, que precisamente era hermano de Benigno. Con su peso pudo arrastrar a la Mora, al carro y a mí, pero providencialmente rompió el yugo y solo bajó la vaca. Allí estaba la Artillera, asustada, correteando por encima de las cebollas que Marina, la esposa de Eduardo, tenía plantadas. Pero en la cabecera de la huerta había un colmenar y la vaca había caído encima de él destrozando dos colmenas.

“Vete a llamar a Duardo..….”, me indicó un nervioso Benigno. Eduardo vivía allí, al lado, así que toqué el picaporte de la puerta varias veces hasta que asomó por el corredor. Le conté lo sucedido y lo primero que hizo fue ir a la huerta para tratar de sacar la vaca de allí. Fuimos los dos, pero en el primer intento la vaca no se dejaba coger. La Artillera era noble, pero por culpa del batacazo estaba nerviosa. Por fin la pudimos acorralar y la cogió por la oreja y un cuerno y la pudo rescatar. Pero las abejas se habían revuelto por el madrugón que tuvieron que dar y se cebaron con Eduardo. No fueron muchas las que le picaron, pero suficientes para que a los pocos minutos Eduardo se pusiera como un bombo. Era alérgico a su veneno, necesitando posteriormente la asistencia médica para reducir la toxina de las picaduras con el antídoto correspondiente.

Una vez que comprobamos que a la vaca no la había pasado nada y como con el yugo roto no podíamos seguir el camino, fue Eduardo quien nos cedió el suyo y de esa manera pudimos reiniciar la marcha hacia “Sierra la Cal ”.

Una vez en el prado, cargamos el carro y emprendimos la ruta de regreso, llegando a Pumareña a media mañana, aún antes que el sol achicharrara. Descargamos el carro en el pajar y después de comer echamos un poco de siesta. Poca, porque enseguida había que emprender la misma ruta que por la mañana. En esta ocasión no hubo novedad en la ascensión a “Sierra la Cal ” y nos pusimos a cargar la hierba. Yo era el encomendado de echar la hierba con la horca al carro y Benigno, subido en él, era el encargado de acaldarla. Después de amarrar la hierba con la treza, peinamos el carro con el rastrillo para que no se perdiese por el camino y emprendimos el lento y tortuoso regreso hacia Pumareña por unos insufribles caminos.

“Aprieta las galgas….”, “aflójalas un pocu….”, esa era la tarea que me encomendaba Benigno desde la parte delantera del carro. Las galgas eran los frenos que llevaban los carros. Aún no habían llegado a Liébana los frenos de “tornu”. Yo iba detrás del carro y a la vez tenía que sujetarle por la rabera ante los difíciles y estrechos caminos, llenos de piedras y baches. Cruzamos el pueblo de Salarzón y emprendimos la ruta hacia San Pedro por el camino de la “Reverencia”. Para los que le conocieron, no hacen falta muchas explicaciones sobre su peligrosidad, con unos desniveles por su margen de la derecha de unos doscientos metros de precipicio.

No se si apreté mucho la galga, o qué fue lo que pasó, pero la vaca que iba por la parte de arriba, en este caso la Mora, se iba quedando atrás y la rueda del carro cada vez se arrimaba más a la “linte” de arriba. ¡¡Benigno, Benigno……!!!, me desgañitaba gritándole para que corrigiera la dirección de las vacas. Pero Benigno no me oía. Iba tranquilamente sin mirar a la pareja. La rueda izquierda, cada vez la emprendía más arriba por la “terrera” y yo seguía gritando, a la vez que sacaba todas mis escasas fuerzas para tratar de corregir la balanza del carro desde la parte trasera. No fueron muchos segundos, pero a mi me parecieron una eternidad.

Cuando Benigno miró para atrás, solo vio el carro volcar de medio lado, quedando las ruedas mirando hacia la terrera de arriba. Un pequeño y raquítico “matorru”, a la parte de abajo del camino, sirvió para aguantar todo el peso del carro. Benigno se enganchó con una mano a un cuerno de la Mora y con la otra empezó rápidamente a quitar el sobeo hasta dejarle con una sola vuelta. De esa manera, las vacas seguían aguantando del carro y por otra parte, si marchaba el carro en un segundo podría quitar esa vuelta y librar a las vacas de bajar rodando los doscientos metros del pronunciado precipicio. La decisión tomada por Benigno era de una persona que sabía lo que traía entre manos, yo diría que de sabios.

La siguiente tarea era pedir ayuda, así que empecé a gritar solicitando refuerzos. Precisamente a la única persona que divisaba desde allí era mi tía Sabina, la esposa de Benigno, que estaba regando las cebollas en Esanos, en las “Viejas”. Sabina nos podía ver, aunque no sabía bien lo que pasaba, hasta que se dio cuenta del peligro que corrían las vacas y el carro de hierba. La voz de alarma se difundió rápidamente por el pueblo y desde donde estábamos, vimos emprender la empinada cuesta a unos cuantos vecinos. No se me olvida, los primeros que llegaron allí fueron los hermanos Luis y Emilio (Milín) Pérez. Pronto fueron llegando los demás, todos jadeantes y asustados. No recuerdo cuántos seríamos, pero seguro que pasábamos de la docena.

Poco a poco se fue descargando la hierba del carro y cuando se tuvo vacío, entre todos se procedió a ponerle de nuevo en posición reglamentaria para poder rodar. Posteriormente se procedió a cargar de nuevo la hierba, amarrarla, enganchar las vacas y seguir el camino.

Llegamos ya casi de noche a Pumareña sin más novedad que los sustos que habíamos pasado durante la larga y aventurera jornada. Sin ningún género de dudas fue uno de los días más largos que me tocó vivir hasta el presente. Pero con la satisfacción de que todo se quedó en sustos, de ahí no pasó. Lo peor fue para el bueno de Eduardo que tuvo que sufrir en su cuerpo el veneno de unas enojadas abejas que ese día las despertamos a una hora intempestiva y lo hicieron de muy mal humor.”

Cuando acabé de recordar toda esta historia, no pude por menos que volver a examinar el terreno por donde pudieron bajar los animales y el carro. Estaba detenido en el mismo lugar donde habían ocurrido los hechos. Estuve mirando y remirando a ver si aún estaba allí el “matorru”. En la actualidad tendría que ser ya un robusto roble, pero no le pude identificar. Lo que pudo ser......., y gracias al dicho “matorru”, no fue. En realidad el tiempo dulcifica los recuerdos para que ahora, medio siglo después, nos parezcan menos peligrosos de lo que en realidad fueron. Pero vivimos de recuerdos….

José Angel Cantero, 27-05-12

 

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