TRAGEDIA EN BEDOYA
Era Nochevieja, se terminaba el año 1.919 y una nueva década aparecía llena de buenos augurios y deseos; todavía sonaban los ecos de los Mandamientos que los mozos habían cantado momentos antes por las casas de los pueblos en petición del Aguinaldo, cuando el bullicio y movimiento de personas se hizo notar a una hora inusual; el motivo no era otro que había que ir a matar osos a “Ajoto”, detrás de la “Peña de las Segadas” y a las cuatro de la mañana el Cura de Salarzón les iba a decir la Misa de Precepto de Año Nuevo en dicho lugar. Todo estaba preparado y calculado; las armas puestas a punto, la merienda metida en el zurrón, los monteros unos con cornetas y otros con cuernos, los perros nerviosos por partir. Hasta el tiempo les acompañaba; las estrellas relucían y desde el alto de “Lobada” la luna llena iluminaba todo el valle. Eran unas 50 personas, no todas eran de Bedoya, las había también de Tama, Llayo, Ojedo, Armaño, Potes e incluso alguien se incorporó de la parte de Lamasón.
Esa noche el Cura no se excedió en decirles la Misa, así que no eran las cuatro y media de la mañana y ya partían desde Salarzón hacia el invernal de “Retorturas” donde harían una pequeña parada para descansar un poco y organizar por dónde se deberían apostar los cazadores, por dónde deberían entrar los monteros... y todavía de noche se decide partir hacia “Ajoto”.
Al salir del invernal un aire frío les recuerda que están ya en el año de 1.920 y que hoy es el primer día del dicho año, y claro... el primer día de cada año empieza en el mes de Enero y todos sabemos cómo se las gasta este mes sobre todo en aquellas alturas rondando ya los 1.500 metros sobre el nivel del mar. Las estrellas y la luna que pocas horas antes relucían, ya no se veían; las nubes hicieron acto de presencia y mientras caminaban hacia el lugar señalado les parecía que ese día no iba a amanecer; todo estaba oscuro, un aire gélido del Norte irrumpía por “Pasaneo” y “Buzneo” y con él la temida niebla: por fin llegan a sus puestos y comienza la cacería.
No había transcurrido mucho tiempo y aquello se volvía insoportable; el aire fuerte y frío les hacía refugiarse detrás de las rocas y de los tumbos, donde podían; empezó a nevar y entre la cellisca, la niebla, ventisca y todo lo demás no se veía a dos pasos. Con la ropa mojada, las manos heladas, la boina tapando las orejas, la “moquita” colgando de las narices... lo único que se salvaba de momento eran los pies debido al movimiento y saltos que no paraban de dar: Empiezan a dar voces para intentar reunirse los más cercanos; muchos no eran conocedores del terreno, por cierto bastante peligroso, y con ello la dificultad se incrementaba.
A las 11 de la mañana repicaban las campanas de la Iglesia de San Pedro; era Jueves aquel día, pero debido a la festividad había que asistir a Misa. Surgían los comentarios y posteriormente la preocupación se apoderó de todos; hasta allí también llegó la tormenta y en unos minutos se quedó todo blanco; se temía por la suerte que pudieran correr los cazadores.
Arriba se vocean unos a otros, pero la dificultad por oírse era enorme debido al ruido de la cellisca. La mayoría rezaba invocando a la Virgen de la Luz, tan cerca de allí, y al Santo Cristo de la Agonía de Limpias que por aquellas fechas era la comidilla de toda la Provincia y fuera de ella, debido a los prodigios que allí se originaban.
Algunos logran juntarse y deciden regresar; los más conocedores del terreno hacen de guías, aunque algún implicado en la cacería diría después que el único guía había sido Dios que los había ayudado, pues era prácticamente imposible pasar por donde pasaron con los condicionantes de niebla, granizo, cellisca y frío que tuvieron que soportar. ¿Qué hacer ante esta situación allá arriba a más de 1.500 metros de altura con la ropa empapada, la nieve que les llegaba hasta las rodillas, sin fuerzas, congelados, con el aire que les traspasaba los huesos?. Decidieron sacar fuerzas de donde no las había y dedicarse a hacerse “caricias” unos a otros; los golpes apenas que los notaba el que los recibía, pero tampoco el que los daba era conocedor de su intensidad.
Eduardo García Gaipo, que no tenía aún cumplidos los 20 años, fue uno de los muchos que recibió las caricias de un compañero; el “verdugo” fue Pedro Soberón, de Ojedo; y gracias a él lo pudo contar, ya que los síntomas de adormecimiento eran alarmantes. A Nemesio Cuevas, ya en casa, le tuvieron que quitar de su largo y retorcido bigote las placas de hielo que denunciaban el frío que había tenido que soportar.
Hubo quién se dedicó a anotar, o tomar cuenta, de los cazadores que iban regresando, pero la dificultad era grande ya que unos bajaron por Salarzón y otros por San Pedro y no sabían unos de otros. Por fin, se pudo hacer el recuento y faltaban cuatro personas; ya era casi de noche y se tenía la esperanza de que aún llegarían, o que, debido a los pormenores citados, se hubieran refugiado en alguna cabaña o invernal. Otra circunstancia favorable era que por la mañana habían partido los cuatro juntos hacia sus puestos de tiro.
Al día siguiente se decide ir en su busca; el temporal había amainado y aunque la nieve hacía muy dificultosa la ascensión, un buen número de vecinos se deciden a ir en busca de los desaparecidos; se miran invernales, cabañas, huellas... por todas partes y por la tarde aparece en “Buzneo” el cadáver de Pedro Gómez, de Ojedo; estaba sentado, tenía la escopeta al hombro y se encontraba muy cerca de una cabaña de pastores que allí había, pero las fuerzas, la nula visión por las inclemencias y quizás el desconocimiento del terreno, hizo que se quedara allí extenuado entre la nieve.
Un poco más allá y casi juntos aparecerían poco después otros dos: uno era de San Pedro, Nicolás Gutiérrez, con 21 años recién cumplidos; y el otro, Luis, era natural de Aliezo; estaban entre los dos “Canchales” y las circunstancias muy similares al anterior.
Faltaba Jesús, de Llayo. Ese día no dieron con él, ni al siguiente, ni a los posteriores. Se rastreó por toda la montaña sin ningún éxito; vinieron de otros pueblos lebaniegos, incluso de la parte de Lamasón y Peñarrubia, pero todo fue inútil.
Tuvo que llegar el mes de Abril cuando unas vacas masoniegas, que cruzaban desde “San de la Sierra” a “Pasaneo”, en los “Gorgojos”, se espantaron y empezaron a hacer la “berrona”. El vaquero, ante lo inusual del caso, se acercó y comprobó que allí, metido todavía entre un montón de nieve y unas escobas, se encontraba un hombre con una escopeta que curiosamente estaba desarmada. Era el cazador de Llayo que cuatro meses antes había ido a cazar osos y el cazado fue él. En un basnón se le bajó hasta el pueblo de Salarzón donde recibió sepultura.
Con una suscripción para socorrer a las familias de las víctimas se cerró aquel jueves primer día del mes de Enero del año bisiesto de 1.920.
“DIA TRISTE Y MEMORABLE”: así lo tituló Nemesio Cuevas y Cuevas, uno de los supervivientes de la cacería.