Don Juan Francisco Gómez de Bedoya y Gutiérrez
La vida de un cura en el siglo XIX
Todos hemos oído muchas veces el dicho de “vives mejor que un cura”. Frase que no nos tiene que encandilar, pensando que los curas viven como señores, ya que de todo hay “en la viña del señor” y todas las personas nos diferenciamos unos de otros y por tanto, lo que para uno está bien, para otro quizá no lo esté tanto. Entre los curas pasa lo mismo. Habrá algunos que vivirán como señores, y otros quizá lo hagan en la miseria. Nunca, ni para nada, se debe de generalizar.
Hoy vamos a contar la vida de un cura, nacido en el valle de Bedoya, que le tocó vivir a principios del siglo XIX, en plena guerra de la Independencia española, y pese a venir de una familia acomodada, tuvo que pasar por trances difíciles para poder sobrevivir.
“En la Iglesia Parroquial de San Pedro de Bedoya, a veinticinco días del mes de Abril de mil ochocientos y dos, yo, don Antonio Francisco del Peral Duque, cura propio de Bedoya, bapticé solemnemente a Juan Francisco, hijo y de primer matrimonio de Fernando Gómez de Bedoya y de Rosa Gutiérrez, vecinos y naturales de este lugar de San Pedro .……., nació, dicho baptizado, el día dieciocho de éste presente mes……”.
Así reza la Partida de Bautismo de Juan Francisco Gómez de Bedoya y Gutiérrez, a quien en adelante llamaremos Juan, un niño que hacía el número cuatro de los doce hijos que tendría dicho matrimonio, de los que once llegaron a edad adulta.
Sus padres, para criar y dar de comer a tantas bocas, tuvieron que trabajar mucho, aunque siempre se valieron del soporte de la servidumbre, tanto para las labores domésticas, como las correspondientes a la labranza y ganadería. Eran, a su vez, poseedores de una profunda fe cristiana que supieron luego inculcar a sus hijos, brindándoles tanto la posibilidad de adquirir los conocimientos intelectuales en la escuela, como una adecuada educación religiosa. Era la mejor herencia espiritual que podían brindar a sus hijos.
Animados los padres por la buena disposición que tenía Juan, tanto en la escuela como en sus actos cotidianos, piensan en la posibilidad de enviarle a cursar los estudios eclesiásticos. Les atraía la posibilidad de que Juan, siempre tan recogido, tan modesto, tan devoto y con grandes aptitudes para el estudio, era el idóneo para emprender los cursos de la carrera sacerdotal, animados también por el que entonces era vicario de la parroquia de San Pedro de Bedoya, don Marcos de Mediavilla.
Aunque el valle de Bedoya pertenecía a la Diócesis de Palencia, don Marcos aconseja a sus padres la conveniencia de enviarle al Seminario de León donde Juan, aparte del estudio de la gramática latina, se instruía y adoctrinaba con todo el ahínco del mundo para un día llegar a lo que más anhelaba: ser sacerdote.
Juan, siempre tenía en su pensamiento las instrucciones que había recibido de sus padres: “Mis padres y maestro no sólo me instruyeron en las verdades religiosas que había de creer, sino también en las virtudes que había de practicar: la obediencia, la resignación, la caridad…….”.
En los principios del siglo XIX, la vida del cura rural distaba mucho de ser cómoda, estaba pobremente pagado y a veces ni eso. Pero a Juan, de momento, eso no le afectaba en demasía y con unas brillantes calificaciones fue sacando la carrera, hasta que en el año 1827 es ordenado de Epístola y dos años más tarde, en 1829, lo es de sacerdote. Su primer destino fue un pequeño pueblo de la provincia de León, de nombre Villiguer, a media legua de Mansilla de las Mulas y a tres de León, donde estará de vicario durante más de una década.
Villiguer es un pueblo rural pequeño. El Diccionario de Madoz (1850) nos relata que “tiene 48 casas y 60 almas. Dispone de escuela de primera letras por temporada , iglesia parroquial servida por un cura de ingreso; produce legumbres, granos, pastos, cría ganados, alguna caza y buenas aguas potables”. Allí estaba emplazado don Juan, siendo su principal modo de subsistencia los Diezmos que por entonces tenían que pagar los pocos feligreses que tenía el pueblo.
El Diezmo
Desde la Edad Media, el Diezmo era un tributo que obligaba a entregar el 10 % de las principales producciones agrícolas y ganaderas a la Iglesia y a otros beneficiarios: al Rey, a Nobles, a Órdenes Militares, a Universidades, etc.
Aquellos que no pagaban el diezmo como Dios manda, incurrían en pecado ya que era el quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia: “Pagarás diezmos y primicias”.
Los Diezmos se repartían en tres partes. Dos de esas terceras partes se las llevaba la Hacienda Nacional y la otra parte restante el señor cura. En España, en el año 1836, salió una Ley, llamada la desamortización de Mendizábal, que suprimía definitivamente los diezmos y las primicias, haciéndose el Estado cargo de pagar a los clérigos. Pero, eso era harina de otro costal, “ya que pagaba poco y mal”.
La desamortización de Mendizábal
En el siglo XIX la Iglesia, en general y el clero en particular, vivieron una etapa muy difícil. Se había iniciado en España un largo proceso político-religioso, económico y social que no se cerró hasta mediados de dicho siglo.
Este proceso consistió en expropiar y poner en el mercado, mediante una subasta pública, las tierras y bienes que estaba en poder de la Iglesia Católica , o de las órdenes religiosas, que los habían acumulado como habituales beneficiarias de donaciones, testamentos y abintestatos. La intención de Mendizábal era que esas propiedades pasaran a poder del pueblo, pero no fue así, ya que pasó todo a las manos de la oligarquía terrateniente.
Las relaciones entre el Estado y la Iglesia habían sufrido un deterioro tan elevado, que había momentos que se pudo hablar de una ruptura de relaciones entre ambas instituciones. Como ejemplo, en 1834 aconteció la quema y saqueo de conventos en España, símbolo del anticlericalismo. Se decretó la venta de todos los bienes del clero regular y las posesiones del clero secular, así como la contribución de los diezmos y primicias y la extinción de los monasterios, conventos, colegios, congregaciones y casas de religiosos de ambos sexos.
Para paliar este desencuentro, en el año 1851 se firmó el Concordato donde se normalizaron esas relaciones. Un Concordato es un acuerdo entre la Iglesia y el Estado. En él se suspende la venta de bienes desamortizados al tiempo que el Estado se declaraba confesionalmente católico y se comprometía al mantenimiento del culto y a subvencionar al clero. Por su parte, la Iglesia asegura su control sobre la enseñanza.
Los curatos
Se denominaban curatos a los sacerdotes que, mediante un concurso-oposición, lograban la plaza de una parroquia. Eran muchos los clérigos ordenados que por no haber aprobado el concurso para acceder a un curato ejercían sus labores en capillas, o cubrían vacantes, o auxiliaban a los párrocos. Eran presbíteros interinos con unos ingresos muy inferiores a los que conseguía el titular de una ‘buena” parroquia. De ésta manera, l os concursos de curatos contribuían entre los mismos curas, a propagar notorias desigualdades, envidias, ambiciones y a un constante trasvase del clero cualificado de las parroquias más pobres a las más ricas
Así se encontraba don Juan en Villiguer, donde los Diezmos acababan de ser abolidos (1836) y por tanto los ingresos eran mínimos. Todo ello le anima a presentarse al concurso de curatos, para tener derecho a escoger mejores parroquias y obtener una mejor situación económica. Una vez ganado el concurso-oposición, y viendo que en Villiguer la vida era insostenible, don Juan se empieza a mover para tratar de acercarse a su tierra, a Liébana. Aquí tenía la familia y algunas fincas que podía trabajar para poder subsistir. Llega a sus oídos que el cura de Luriezo acababa de fallecer, quedando libre dicha parroquia. Corría el año 1841 y la ocasión era perfecta, ni pintada, para optar a dicha plaza.
Don Juan recurre a sus padres que tenían una fuerte y estrecha relación familiar con el Conde de la Cortina, que por aquel entonces estaba en sus posesiones territoriales de Fuentes de Duero, cerca de Valladolid, para que valiéndose de su influencia, intercediera ante el Duque del Infantado, que era quien nombraba los curatos en la mayor parte de las parroquias lebaniegas.
Duque del Infantado
La facultad del nombramiento de los clérigos no dependía sólo de los prelados, sino que los monasterios, a través de sus prioratos, ejercían también su potestad, por lo que la información de los sacerdotes, así como su control, se dispersaba. Por poner un ejemplo, diré que San Salvador de Oña nombraba sacerdotes en ocho parroquias lebaniegas a través de su priorato de Santo Toribio. Sahagún, a través del priorato de Piasca, tenía jurisdicción y nombraba párrocos en diez parroquias. En las demás parroquias lebaniegas, todo el poder pertenecía al Duque del Infantado, que dotaba a los curatos con una renta anual de 300 ducados. En Luriezo, debía de ser el Duque quien le nombrara.
Y quién mejor que el Conde de la Cortina para interceder ante el Duque del Infantado para lograr el traslado de don Juan desde su parroquia de Villiguer a la de Luriezo. Pero surge un problema: el Conde de la Cortina le contesta a su padre, comunicándole que no tiene mucha relación con la casa del Duque, pero que hará todo lo posible para conseguirlo. Y así sucedió, ya que don Juan es nombrado inmediatamente Vicario de la parroquia de Luriezo. Ya estaba, como quien dice, en casa, pero no le dura mucho ese destino, ya que tres años más tarde, en el año 1844, tenía un nuevo emplazamiento: la parroquia de Torices.
Pero era tanta la miseria y tanta la necesidad que tenían los eclesiásticos que don Juan, si quiere sobrevivir, tiene que irse a vivir al pueblo de Aniezo, a la vez que seguía atendiendo a la parroquia de Torices. Esto ocurría en el año 1849.
En Aniezo tenía una casa y varias fincas que había heredado de doña Teresa Fernández de la Concha, así que, si quiere subsistir, tiene que hincar los riñones y ponerse a trabajar sus fincas.
La vida del cura rural estaba muy lejos de ser cómoda; pobremente pagado y a veces ni eso. “En el día de hoy, los curas estamos en la mayor miseria, pues casi nada de lo que nos ofreció el Gobierno nos dan, por lo que muchos andamos poco menos que mendigando para poder subsistir”, comentaba don Juan.
En su desempeño sacerdotal tenía que ir todos los días a Torices, atravesando el Collado de Perejita, con las dificultades lógicas de los temporales de nieve por los inviernos. En el intento echaba casi una hora en hacer el trayecto y otro tanto para volver. Y si recibía algún aviso urgente para administrar algún sacramento, tenía que emprender de nuevo el camino.
A don Juan le gustaba mucho la caza y estando en Luriezo le regalaron una perrita de caza, que ya la tendría siempre como su compañera y amiga. La escopeta y la perra eran su utillaje preferido a la hora de atravesar el Collado de Perejita. En el año 1850 comenta en una carta: “De caza no he podido salir por problemas familiares, aunque hay muchos osos. Yo no he matado nada más que dos corzos”.
Pero la edad no perdona y poco a poco don Juan va notando que las fuerzas ya no son las mismas que años atrás. El trabajo de las tierras, sus idas y venidas a Torices y los años, le iban minando la salud.
Pero todo iba a cambiar para don Juan. Corría el año 1851 y se entera que en la parroquia de San Sebastian, (Ojedo), había sido nombrado un nuevo vicario y creyéndose que le pertenecía a él por tener mejor puntuación, decide impugnar tal resolución para tratar de invalidarla.
Don Juan tuvo que seguir un justo recurso jurisdiccional eclesiástico en la ciudad de León para reclamar el curato de San Sebastian, que era la parroquia de Ojedo, Casillas y Llayo. Estaba convencido que esa parroquia le pertenecía a él y viéndose agraviado, impugnó dicha resolución. Para ello necesitó varias visitas que tuvo que hacer a la capital leonesa; en una de ellas estuvo allá 44 días sin volver a casa, pero por fin logró su objetivo y revocaron la primera resolución, nombrando a don Juan como nuevo vicario de la parroquia de San Sebastián, tomando posesión de ella el día 24 de Setiembre del mismo año. Con tan buena suerte que el día 28 de ese mismo mes se publica el Concordato, que quita todo el señorío y privilegios a los curatos. Por esos cuatro días logró ser párroco de San Sebastian, después de dar muchos paseos y costes, “pero todo lo doy por bien gastado, por haber dado con la cabeza a muchos……”.
Como sus padres eran dueños de una casa en Aliezo, allí estableció don Juan su residencia, llevando como amas de casa a dos de sus hermanas, Ángela y Francisca.
Capellanias
Una capellanía consistía en un dinero que el fundador ponía para que, con sus intereses, el clérigo aplicase por él un número determinado de misas. Es aquí donde la fundación de Capellanías juega un papel primordial ya que permitirán completar el salario de los clérigos. Para su disfrute, se establecía un orden de posesión, basado primero en la consanguinidad y si fallaba, se podía recurrir a naturales del lugar donde se instituía la fundación. Pero este era un plan que no debía funcionar más que en caso de extrema necesidad.
Un tío carnal de don Juan, de nombre Juan Francisco Gutiérrez, fundó en México una Capellanía en el año 1819 sobre la finca de Pozo Acuña (San Luis Potosí). La hija del fundador no tiene hijos varones, así que por lógica le corresponde dicha Capellanía en primer lugar a algún sobrino que haya abrazado la carrera eclesiástica y en defecto de éste, a algún clérigo del lugar donde se fundó tal Capellanía.
Desde el año 1819 la estaba disfrutando con José Mateo Terán y Galnares, pero como posteriormente el fundador tuvo un sobrino carnal clérigo, (don Juan), le corresponde a éste el disfrute de tal Capellanía.
Don Juan da los pasos oportunos para que así suceda y quiere enterarse en qué condiciones está el disfrute de tal Capellanía y descubre que tiene todo el derecho del mundo para disfrutarla él, así que escribe a don José Mateo Terán, comunicándole que: “Yo soy el legítimo beneficiario de la Capellanía, por descender de línea directa del fundador, y para evitar ir a pleito, le ruego que dé los oportunos pasos para que los beneficios de dicha Capellanía se reinviertan en mi persona”. En ese mismo año de 1851 ya recibe don Juan un tanto de dicha Fundación.
Así mismo, don Juan fue beneficiario de otras varias Fundaciones, como la que fundó don José Valverde, también familia suya, vecino de Gualcazón (México) que puso un Censo a los vecinos de San Salvador de Cantamuda (Palencia) con un capital de 20.000 reales y una renta anual de 600 reales. Otro más a los vecinos de Vendejo con una renta anual de 50 reales y otro a los de Cabariezo, con una renta de 60 reales al año.
Con todos estos ingresos, la vida de don Juan fue cambiando paulatinamente, invirtiendo sus ganancias en varias posesiones. A la casa de vivienda, cuadra y fincas que heredó en Aniezo, hay que añadir otras diversas fincas (tierras y viñas), que arrendaba a medias, de ese modo estaba servido de los productos alimenticios.
Testamento
En fecha 12 de Diciembre de 1865 hizo testamento ante el Notario público de Potes, don Domingo Pérez de Celis, instituyendo por sus únicos herederos a sus hermanos: María, Juana, Manuela, Isabel, Ángela, Francisca, Antonio y Pedro. Hizo constar en dicho testamento que si en algún tiempo cambiaba alguna cláusula del testamento, sería válida, si estaba encabezada por el proverbio “El principio de sabiduría es el temor de Dios”.
De hecho así fue, ya que posteriormente cambió su Testamento con varias cláusulas, todas tituladas con el dicho proverbio.
- Que su cadáver sea amortajado y sepultado con toda decencia en el cementerio de su parroquia, sin pompa ni ostentación y nunca en otra parte, a no ser que falleciera fuera de dicho término.
- Que se aplicasen por su ánima 300 Misas de a 4 reales, además de las relativas a su entierro y funeral.
- Que el dinero que haya prestado a sus hermanos y que esté sentado en los libros, que no se cobre.
- La casa de doña Teresa Fernández de la Concha, en Aniezo, que no se venda, ni se arriende, ni se parta durante al menos 24 años, para que la tengan a su disposición para cuando vayan a trabajar las viñas y recolectar los frutos.
- Y dejó como únicos y universales herederos a sus hermanas Ángela y Francisca, con la condición de mirar por otra hermana de nombre Manuela, que estaba incapacitada en cama. Y después que éstas falten, se divida la herencia entre los demás hermanos, o sus herederos. “Lo que encargo a todos es que me encomienden a Dios Nuestro Señor y a su Santísima Madre”.
A las tres de la tarde del día 8 de Octubre de 1876, don Juan Gómez de Bedoya entregó su alma a Dios en su casa de Aliezo, a consecuencia “de un catarro pulmonar crónico”.
José Angel Cantero Cuevas - Febrero - 2015 |